Le conocí en la estación de metro de Earl´s Court.
Sostenía un libro como una plegaria, con las dos manos cruzadas.
Leía con vista de miope y se metió en el vagón sin soltar la
mirada de la página. Se colocó al borde de la puerta automática de
manera que al empezar a cerrarse, tuve la impresión de que
inclinaba la cabeza más de lo debido y que la puerta le iba a
atravesar la sesera, así que en un gesto impulsivo, le agarré del
brazo y tiré de él hacia atrás. Se quedo perplejo, mirándome, y yo
más.
Es muy osado tocar a alguien en el metro, y mucho más
apartarlo de un empellón hacia atrás. Me sonrojé y
empecé a farfullar un argumento.
- No pasa nada, esta bien, dijo
- Pensé...,
- Estoy bien...toma..., añadió
Cogí el pañuelo que me tendió y me sequé el sudor,
luego le ví.
Era un chico de unos 25 años, delgado, pálido, con
gafas cuadradas, con chaqueta de pana marrón a pesar de que ya era
verano, 24 de junio.
Subí las escaleras mecánicas de dos en dos hasta
atravesar la salida a Brompton road y allí respiré una bocanada de aire
ocluso, contenido en el interior de una masa sólida, como de
hormigón.
Aquella noche soñé que un hombre atravesado por
tornillos en el cráneo, un Frankestein sudoroso, me tendía la mano
para darme un dibujo en el que se veía el engranaje simétrico de
una polea que se accionaba al caer una lágrima en una balanza.
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