Ayer visitamos en Pamplona la exposición de Abel Azcona (Pamplona 1988) titulada DESENTERRADOS, situada en la sala de exposiciones de la plaza Serapio Esparza (antigua Conde Rodezno, monumento a los caídos).
Ya el propio lugar de la exposición es una antigua iglesia ahora desconsagrada y en la plaza dónde se ubica pudimos observar algunos balcones blasonados con tapices relativos a la familia y al nacimiento del niño.
Hablo de exposición, porque la muestra, a pesar de publicitarse en los medios (sobre todo en Internet) como perfomance, en ningún momento lo es. No vimos a Abel Azcona realizando ninguna de las acciones que previamente habíamos visto en diversos vídeos en la red, es más, no vimos a Abel Azcona en ningún momento, ni enterrado ni desenterrado. Lo único que vimos fue una sucesión de fotos que recogen diferentes momentos del artista, realizando las citadas perfomances y un par de monitores pasando sucesivamente las imágenes de las susodichas acciones una y otra vez.
Aparte de esto, se podían ver dos instalaciones, una de ellas consistente en un montículo de tierra y sacos alrededor, y la otra en un circulo de sillas vacías.
Se puede decir que la exposición me decepcionó. Antes de ir, me había documentado sobre la figura de Abel Azcona, había escuchado varias de sus entrevistas en las que desgranaba su compleja biografía, y había también visto los vídeos que allí se exhibían.
En consecuencia la muestra no añadió nada nuevo a lo que ya por la red circula.
Quizás la única e interesante novedad vino de la mano de las opiniones vertidas en un panel a la entrada de la muestra por parte de algunos de los asistentes. Se podían leer un buen número de frases: las más, vejatorias e insultantes, otras, conmiserativas y algunas de ánimo hacia la persona y la creación del autor.
Pero la obra que desencadenó la indignación de la iglesia católica fue aquella en la que el autor escribe en el suelo, desnudo, el término "Pederastia" valiéndose de obleas consagradas (para señalar un acto cometido por hombres también consagrados) que previamente había ido recogiendo de diferentes eucaristías hasta obtener las suficientes para formar la palabra.
En una ciudad en la que la rúbrica del Opus Dei es tan patente, las manifestaciones, misas y rosarios para paliar los efectos de "tamaña afrenta" no se hicieron esperar y comenzaron a desfilar decenas de parroquianos convocados a la reparación de lo que consideraban "una gravísima profanación y ofensa de su fe".
Tales demostraciones, por cierto, han constituido una perfomance en sí mismas y no han hecho más que aumentar la curiosidad del público por el evento. Señalar además que el artífice de este trabajo ha recibido amenazas de muerte por parte de fanáticos religiosos.
Hay, a tenor de todo esto, varias reflexiones que me gustaría compartir.
En primer lugar decir que siempre me sorprende la facilidad que tienen los exaltados de distintas confesiones religiosas, en este caso la católica, para sentirse ofendidos. No puedo entender que alguien que se proclame a sí mismo hombre o mujer de fe se sienta zaherido, descalificado o escandalizado por acciones u opiniones emitidas desde otras perspectivas. ¿Acaso tiene que ser la fe defendida?
A mi entender, la fe es una creencia firme, la confianza y la certeza plena en alguien o algo. Por tanto, ¿que amparo necesita?
Por otro lado, cuando veo las fotos y vídeos de Azcona, haciendo referencia a su encierro durante días en una estancia vacía, desnudo y a merced de los requerimientos de cualquier persona, la imagen me remite a una estampa religiosa, al retablo del ángel caído sometido al deseo de la turba, a una figura doliente, expuesta a los caprichos de la masa, dócil y sin resistencia a la voluntad ajena, casi el retrato del padecimiento de un santo dispuesto a dejarse hacer y experimentar sin resistencia el arrebato humano. Una alegoría viva de la pasión de Cristo.
Lo mismo me ocurre viendo al sujeto amarrado a una soga y deslizándose, como Dios lo trajo al mundo, por un pavimento embarrado, tirando el prójimo de él, de un lado a otro y golpeándose contra el suelo una y otra vez, como si de un sacrificado camino al Gólgota se tratase.
Me vienen al recuerdo aquellas procesiones de la Semana Santa (muy cerca de dónde vivo) en las que hombres de busto y pies desnudos se golpean el torso con maromas después de haberse abierto las carnes con cristales afilados.
El mártir entregado a una voluntad superior.
Así es como se me representa el infortunado Abel Azcona, que víctima de su desamparada biografía, le ha sacado partido al asunto, y de quicio a los fervientes religiosos.
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