viernes, 11 de marzo de 2016

LA LENTITUD




Decía Ronald Barthes con una fina ironía: "los japoneses acabarán comiendo arroz con tenedor y perderán la elegancia del gesto de los palillos".

"La velocidad es una nueva forma de éxtasis, la amamos hasta que
nos asusta porque produce una descarga de adrenalina, una intensificación de la existencia", afirma Paul Virilio (París 1932), teórico cultural y urbanista conocido por sus escritos acerca de la tecnología y cómo ha sido desarrollada en relación con la velocidad y el poder.

Parece, sin embargo, que esta velocidad ya no nos lleva al éxtasis sino a la insatisfacción de no poder cumplir todas nuestras expectativas. Aumentar el número de experiencias, a pesar de no disfrutarlas plenamente.

Nos señala Hartmut Rosa (sociólogo alemán que acaba de dar una conferencia en el CCCB de BCN sobre las vidas aceleradas) que nuestro mundo es como la rueda del hámster, que avanza sin llevarnos a ningún sitio, y que el problema no es que no podamos saltar fuera de la rueda, sino que es imposible volver a entrar si lo hacemos, y que tampoco podemos reducir el ritmo mientras estamos metidos en ella.

¿Qué soy y si lo soy, hasta cuándo?
Ya no se es panadero, se trabaja de panadero, quién sabe lo que podrá ocurrir mañana. Y como no sé lo que voy a ser mañana (aparte de un competidor en medio de competidores) no puedo quedarme quieto, añade Rosa.

Olvidamos que el cerebro humano es una máquina lenta y que el deseo por emular a las máquinas rápidas, que nosotros mismos hemos creado, lejos de ser el fundamento de la felicidad, pueden ser una fuente de angustia y frustración.
Prevalece el hacer sobre el pensar y predomina la rapidez de las decisiones y de las relaciones.
La tecnología ha hecho más veloz la comunicación, pero nuestras neuronas se han quedado tal cual eran y estaban. Se ha producido una desarmonía entre el progreso de la tecnología y su metabolización (por lo menos en una gran parte de la sociedad) y esto genera una enorme ansiedad por no poder estar a la última y no ser los más modernos.

Lo mismo ocurre en política donde en los programas de gobierno estamos sometidos a cambios continuos en cortos plazos (a los constantes cambios en el sistema educativo, al rechazo a la entrada de refugiados a Europa y su regreso a Turquía, después de un pacto económico y social con Ankara, etc. me remito).

Este concepto de la inmediatez y el cambio se corresponde con la neurosis de no dejar pasar el momento, la oportunidad, el tren y nos conecta irremediablemente con el reino del mercado, donde con pulsar una tecla accedemos a todo tipo de compras abstractas o concretas.
Los políticos, el sexo, la comida, los coches, la ropa...son mercancías que machacónamente se nos inculcan desde los todopoderosos medios de comunicación (sobre todo los visuales: televisión y redes) y que con el mero uso del dedo índice -véase el enorme dedo de San Juan Bautista (1508-1513) de Leonardo da Vinci, profetizando su aplicación para smarphones y tablets- están a nuestro alcance.

Se ha producido una sacralización del mercado. El mercado como aspiración estética y moral, un dios ateo de nuestro tiempo.
La estrategia económica carece de piedad y pisotea valores, derechos y cultura con tal de alcanzar su meta: el aumento del PIB.

La economía de mercado difícilmente contará entre sus prioridades la formación de ciudadanos críticos.
Como señala Martha Nussbaum las materias que se consideran obsoletas, como las humanistas, se sustituyen por materias científicas enteramente encaminadas a la producción de tecnologías útiles para el mercado.
La estrategia económica necesita ciudadanos que digan sí a todo, que no planteen más problemas que los relacionados con el éxito económico y que hallen satisfacción y recompensa en la adquisición de bienes para estar a la altura de los demás y de la modernidad.

El deseo de adquirir tecnología nueva es infinito, aunque a veces las mejores técnicas no sean precisamente revolucionarias.
El deseo de comprar la novedad no se genera en el pensamiento lento de la reflexión o la utilidad del objeto, sino en el rápido, rapidísimo de la moda.
Un "parecer" en vez de un "ser". Ir de compras significa poseer y, entre el tener y el no tener existe una gran diferencia. El placer de comprar no se encuentra tanto en el valor de la cosa adquirida como en el propio acto de adquirir.

El pensamiento rápido, tan importante para eludir los peligros, trae como contrapartida la desaparición de los actos considerados inútiles, como la contemplación, la poesía, la conversación por el placer de charlar y traería (o ya está aquí) un nuevo arte donde la poesía sería (o es) un tweed y la pintura una pincelada.


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