En la ciudad los
murciélagos no son visibles, seguro que están ahí, bajo el alero
de la casona deshabitada, la que está junto a esa vía tan
concurrida, rodeada por una verja desvencijada y con las ventanas
tapiadas para que ningún ocupa importune a los fantasmas que
deambulan cada noche de estancia en estancia, soñando con un pasado
antiguo, ignorando que ya no pertenecen a este tiempo.
Aquí en el pueblo, sin
embargo, salen en bandadas, vuelan alocadamente, se acercan con
osadía hasta el balcón en el que miro la luna que acaba de asomar
tras la silueta negra de la montaña.
Al principio he pensado
que eran aves, golondrinas o pajarillos cuyo nombre desconozco, pero
no, hay una diferencia básica entre ellos, las aves pían, no pueden
volar sin llamar la atención, su territorio está iluminado,
necesitan la luz para emprender el vuelo.
Los murciélagos en
cambio, son silenciosos, vuelan tan rápido que no puedo seguirles
con la mirada, la oscuridad impone además una dificultad añadida.
Su tiempo es la noche, el silencio.
Temo que el ala de alguno
de los murciélagos me rocé la piel o se pose sobre mi cabeza y se
enrede entre el pelo, me sobrecoge el pensarlo y con un leve
estremecimiento apago el cigarrillo en una maceta y vuelvo adentro a
acostarme, quizá para soñar con murciélagos negros que vigilan mi
sueño agazapados en la maceta del balcón.
PILAR (Apuntes)
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