Cerca de mi casa hay una taberna tipo clásica, que se especializa en buenos vinos y sobre todo en cavas.
He de confesar que cuando estoy en Barcelona, mi frágil voluntad es incapaz de resistirse a la deliciosa tentación de un cava al sol, y por eso para mí, el mejor momento es el del mediodía, cuando el sol entra por las cristaleras de los bares y estás sentada en la barra leyendo el periódico del día y sintiendo la frescura espumosa que desciende por tu garganta y hace un bucle suave en el estómago, devolviéndote hasta la cabeza una llamarada, una pequeña explosión de atemporalidad, instantes de dicha oblicuos y fulgurantes que me hacen agradecer a los dioses que estoy y sigo viva.
Este goce pasajero estaba experimentando en la citada taberna, cuando un trío de jóvenes damas entró en el establecimiento.
Iba yo por el segundo cava de un pálido rosado de extraordinaria calidad y precio nada recomendable, y estaba esparcida en una de las escasas mesas de mármol del local: el periódico desplegado, la bolsa de las compras, mi bolso personal, en fin ...
El resto de las mesas eran de madera, y pequeñas, como acostumbran en Barcelona a amueblar sus chiringos.
El caso es que me pidieron abandonar la mesa y colocarme en una más pequeña para permitir a las chicas que comiesen juntas en la barrita de mármol que yo ocupaba. Por supuesto accedí. Y después de cambiar de sitio, no pude dejar de escuchar la demanda de sus bebidas: tres aguas minerales.
No tengo nada en contra del agua mineral, es más, la consumo ocasionalmente, pero lo que me desmoronó, fue el comentario de una de ellas: "hay que beber agua, el cava se metaboliza en azúcar y eso es un veneno para la sangre".
Salí del bar apresurada y cabizbaja, con el corazón ya encogido, (por el efecto glucosa, supongo) buscando refugio en el aire.
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